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El Caso Que Hizo Que Una Exabogada De Ice Se Diera Cuenta De Que El Gobierno Se Estaba Fundamentando En “pruebas” Falsas Contra Los Migrantes

Laura Peña podía ver que su cliente del servicio de treinta y seis años de edad se estaba consumiendo. Desmejorado y ojeroso tras estar prácticamente un par de meses en la prisión, Carlos se pasó los dedos por el cabello y abrió las manos para mostrarle los manojos que se le caían. Estaba tan angustiado por el hecho de que le habían quitado a sus 2 pequeños hijos en la frontera, que apenas podía hablar sin sollozar.

Después de que solicitó asilo político, los agentes fronterizos y de inmigración lo acusaron de ser miembro de la conocida pandilla MS-13 en El Salvador, un criminal no apto para entrar a los USA. No obstante, Peña lo observó y no detectó ninguna de las marcas propias de la pertenencia a una pandilla, los exagerados tatuajes de la MS-trece, y Carlos no tenía antecedentes penales en su país de origen. Él era el único a cargo del cuidado de su hijo de siete años y de su hija de 11. Incluso había traído una carta oficial del Ministerio de Justicia de El Salvador, en la que se hacía constar que jamás había estado en la cárcel. Había algo más acerca de este caso que le molestaba a Peña, puesto que había estado acribillando a los abogados del gobierno con llamadas telefónicas y correos electrónicos a lo largo de semanas, mas ellos aún no habían revelado ninguna prueba que respaldara su acusación.

A diferencia de la mayor parte de los abogados que trabajan pro bono para reunir a familias, Peña estaba familiarizada con la MS-trece por el hecho de que misma había solicitado la deportación de pandilleros mientras trabajaba como abogada del Departamento de Inmigración y Aduanas (ICE). Ella comprendía la forma en que funciona el sistema, por el hecho de que había formado parte de él. Su largo y rebosante pelo rizado, que la hace lucir más joven que sus 37 años, acompaña a su forma de hablar directa, que raya en categórica, forjada por los años que pasó como fiscal en las filas frontales del debate de la migración. Peña sentía empatía por las contrariedades de los clientes como Carlos, cuyo apellido no se utiliza en este artículo para protegerlo. No obstante, no estaba dispuesta a darle falsas esperanzas a ninguno de ellos. Si era pandillero, no tenía ninguna posibilidad de conseguir asilo.

“Tiene que haber un error”, insistió Carlos aquel día de diciembre desde el otro lado de la rayada pared de plexiglás en la sala de visitas de la prisión. “Por favor, ayúdeme”. Con solo verlo, Peña quería asistirlo. Sin embargo, el sistema que ella había conocido, tan lleno de imperfecciones, se había convertido en una caja negra que ya no le era posible entender, con un conjunto siempre y en toda circunstancia cambiante de reglas y políticas que otorgaban una discreción incalculable al gobierno. Ella ni siquiera podía hacer que los abogados de ICE cumpliesen con uno de los principios fundamentales de un sistema justo, el de administrar pruebas de su caso, evidencia contra la cual pudiese luchar.

Para Peña y sus colegas, los casos como el de Carlos anunciaban una nueva y alarmante era. Los esfuerzos de la administración de Trump por implementar políticas migratorias más estrictas, como la separación de las familias, dejaron a un lado años de precedentes legales. Entonces, cuando el sistema judicial respondió revocando en público esas políticas, la administración descubrió formas nuevas de continuarlas calladamente. Peña y sus colegas de súbito empezaron a encontrar cientos de casos nuevos de separación de familias a lo largo de la frontera, los cuales iniciaron una vez que la política de “cero tolerancia” aparentemente ya había terminado en junio de dos mil dieciocho. No obstante, absolutamente nadie podía dar seguimiento a lo que el gobierno hacía con cada caso.

Ahora, acá estaba Carlos, quien simplemente parecía ser un papá estresado por una profunda pena. Al comienzo, Peña había sentido escepticismo hacia él. Cuando se conocieron en noviembre de dos mil dieciocho, lo único que ella sabía era que lo consideraban una amenaza tal, que ICE y el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) lo habían puesto en la sección de la cárcel de Laredo, Texas, designada para los criminales violentos. Peña usó el adiestramiento que le dieron en ICE para analizar su historia en busca de contradicciones, de señales de que estuviese mintiendo. Su principio guía era “confía, mas verifica”. Ya había repasado con él sus antecedentes en múltiples ocasiones, como su historia de por qué razón había escapado de El Salvador y de su empleo como gerente del almacén de una firma de diseño arquitectónico. Había hecho que repasara su historia una y otra vez hasta quedar satisfecha.

Como letrada pro bono del conjunto legal sin fines de lucro Texas Civil Rights Project, Peña tenía una creciente pila de casos sobre su escritorio. Había pasado los últimos seis meses monitoreando los procesos de “cero tolerancia” en el tribunal, en busca de separaciones ilegales. Su misión era simplemente reunir a Carlos con sus hijos. Él tuvo más suerte que la mayoría, en tanto que la tenía a ella a fin de que hiciese preguntas en su nombre. La mayoría de los migrantes detenidos en la frontera nunca ven a un abogado, y menos consiguen entender de qué manera deben defenderse contra los alegatos que se presentan contra ellos. Carlos era solo una gota en un río de casos.

Sin embargo, había algo en un caso así que hizo que ella quisiese ahondar más. ¿Qué era lo que el gobierno no les estaba diciendo?

Peña, quien medró en Harlingen, Texas, a corta distancia de México, asistió a la escuela con amigos indocumentados y con otros amigos cuyos padres trabajaban para la Patrulla Fronteriza y para el Servicio de Inmigración y Naturalización. Creció sumergida en la cultura de los dos lados de la frontera. Salió de ahí en cuanto se graduó de la preparatoria, ya que logró ingresar al reputado Wellesley College y después obtuvo empleo en el Departamento de Estado, donde se enfocó en la seguridad y los derechos humanos en América Central.

Sin embargo, Peña ansiaba seguir los pasos de su padre y convertirse en abogada; así que asistió a la escuela nocturna de leyes en Georgetown. Después de graduarse, desesperada por obtener experiencia en pleito, se enteró de que ICE buscaba abogados. Peña no estaba segura de estar lista para deportar a personas. La mayoría de su familia y los pocos amigos a quienes les dijo se mostraron abatidos ante esa idea. Como temía que no volviesen a dirigirle la palabra jamás, ocultó sus planes y no les notificó a sus amigos del mundo de la defensa migratoria. No obstante, su padre, quien en alguna ocasión también fuera un joven letrado novato, comprendió su problema mejor que la mayoría. “Haz lo que debas hacer”, le recomendó. “No te preocupes con lo que puedan meditar los demás”. Uno de sus mentores, quien era letrado de migración, la incitó a fin de que pidiera el uso y tratara de hacer que ICE fuera una agencia más humanitaria desde su interior. “Necesitamos personas con tu mentalidad, que trabajen en el lado del gobierno”, le dijo a Peña.

La contrataron en dos mil catorce y se mudó a Los Ángeles. El principio del orden del presidente Barak Obama fue que los abogados de ICE ejercieran su discreción de procesamiento en los tribunales. Esto quería decir que Peña podía analizar cada caso por sus méritos y enfocarse en deportar a delincuentes, dando al mismo tiempo la opción de quedarse a las familias que calificaban para asilo o residencia legal. Afirma que trató de ejercer el increíble poder que se le había concedido con justicia y una cuidadosa consideración para poder sentirse orgullosa. No obstante, su idealismo duró poco. Caso tras caso, agregó, fue perdiendo gradualmente la idea de que podía ser una influencia positiva en un sistema migratorio que ya se encontraba en caída libre. Un día en el tribunal, le solicitaron que tomara el caso de un bebé de seis meses de edad que estaba programado para deportación. En alguna una parte del apabullado sistema, el caso del bebé se había separado del de su madre, quien estaba sentada en el tribunal, llorando. El juez, quien estaba furioso, dijo que ese género de descuido podía resultar en la deportación de un bebé de 6 meses sin su madre. Peña se sintió aterrorizada y abochornada, con lo que anudó las 2 carpetitas de los casos con una liga de hule y escribió “unidad familiar” en la parte superior con una pluma roja; entonces le aseguró al juez que no los apartarían nuevamente. No era la primera vez que el sistema de cómputo de ICE la había desilusionado.

Después tuvo una audiencia en el tribunal que fue particularmente asoladora, en la que tuvo que argüir que a una mujer africana que había sido víctima de una brutal violación y ataque a manos de la milicia de su país natal, no debería otorgársele el asilo por el hecho de que tenía un documento de identificación fraudulento. Mientras el juez ordenaba su deportación, la mujer sufrió un fuerte acceso de pánico y cayó al suelo golpeándose el pecho mientras que gritaba “¡No, no!”. Peña supo que nunca podría olvidar la manera en que la mujer había levantado la mirada hacia ella, y con ojos suplicantes le había rogado: “Por favor, ayúdeme”.

También hubo otros casos, y cada uno de ellos de ellos se hizo sentir, hasta que simplemente fue demasiado. En los peores días, dijo, sentía que nada de lo que había hecho, o bien de lo que podía hacer, lograría cambiar las cosas. Los inmigrantes llevaban siempre las de perder. La mayoría no podía pagar un letrado. Pocos ganaban sus casos. Peña estaba participando en un sistema que se rehusaba a proseguir el debido procedimiento. En ocasiones se preguntaba si había ayudado a mandar a esa mujer africana a fallecer. La culpa perduraba en el fondo de su mente.

Así que renunció. Admitió un empleo corporativo que ofrecía buen sueldo en California como abogada de inmigración empresarial, ayudando a empresas a contratar a empleados extranjeros. No obstante, cuando las separaciones de familias llegaron a las noticias en el verano de 2018, sintió la necesidad de regresar a involucrarse para tratar de equilibrar la balanza. Conque dejó su rentable empleo corporativo y, a los 35 años de edad, retornó a vivir con sus padres en el sur de Texas. Tomó un empleo como letrada visitante con un sueldo modesto en TCRP, que tiene una oficina cerca de los tribunales federales de McAllen, Texas.

No había vivido en la frontera desde hacía prácticamente veinte años. Lo que halló al volver fue caos, defensores públicos federales abrumados que procuraban ansiosamente a los hijos de sus clientes del servicio, quienes eran procesados en los tribunales penales de conformidad con la política de “cero tolerancia” de Trump. Peña y sus colegas de la organización sin fines de lucro se pusieron a trabajar entrevistando a los padres y tratando de dar con el paradero de sus hijos que habían sido enviados a otros lugares sin documentación que dejara conectarlos con sus familiares. Recordó al bebé de seis meses al que había representado en el proceso de expulsión. En ese tiempo, la separación de familias era poco frecuente. Ahora era una política oficial que no contaba con ningún plan para reunir a las familias.

A Peña le tomó más de una semana encontrar a los hijos de Carlos. Los halló en un cobijo del gobierno en las afueras de Corpus Christi, Texas, a dos horas de distancia por carretera de Laredo. Pasó un par de semanas auxiliares negociando con los funcionarios de ICE y del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS), organismo al cargo de supervisar los cobijos para niños, para que permitieran una llamada telefónica entre Carlos y sus hijos. La llamada telefónica aminoró un poco su ansiedad, mas también fue muy angustiosa. Su hija de 11 años lloró todo el tiempo y le rogó a Carlos que fuera por ellos. Su esposa, separada de él, quien asimismo es indocumentada y vive en el estado de Washington, había solicitado la custodia, pero ICE necesitaba realizar una verificación de antecedentes y tomarle las huellas digitales ya antes de permitir la liberación de los niños.

La esposa de Carlos le había enviado un mail a Peña que incluía una foto de Carlos con sus 2 hijos, en la que todos lucían enormes sonrisas. Se veían muy felices juntos. Quizá fue la fotografía, la relación de comunicación que había desarrollado con él, o bien la acusación de pandillero que se fundamentaba en unas pruebas enigmáticas (que pensaba que eran falsas), mas Peña creía que merecía otra ocasión.

Sin esa acusación, Carlos y sus hijos seguramente habrían sido procesados como otros solicitantes de asilo y habrían sido liberados con una data para presentarse en el tribunal frente a un juez, o bien habrían sido detenidos juntos en un cobijo para familias. Pero ahora ICE podía deportarlo velozmente.

Ella tendría que tomar personalmente su caso de asilo, mas no podía hacerlo sola. Necesitaría convencer a otros abogados, de firmas con sólidos medios económicos, a fin de que se unieran al caso como voluntarios. Esto también implicaba que tendría que poner bajo riesgo su reputación, en caso de que se equivocara con Carlos. Ese verano, por fortuna, múltiples firmas de ese tipo habían ofrecido su ayuda a las pequeñas organizaciones sin fines de lucro que se encuentran a la vanguardia de la lucha contra la separación de familias.

Se aproximaba la Navidad cuando llegó el momento de visitar a Carlos y este, consumido en su uniforme colorado de la cárcel, le mostró los manojos del pelo que se le estaba cayendo. Las cuatro horas de traslado conduciendo desde la casa de sus padres en Brownsville hasta la prisión de Laredo se le estaban volviendo rutinarias. Toda vez que la vieja camioneta Nissan de su madre, que pasaba de las 150,000 millas, tironeaba y traqueteaba en la carretera, subía el volumen de la música pop en castellano para ahogar el ruido.

Ese día, Carlos era un manojo de miedos, de jamás regresar a ver a sus hijos, de la furia de los pandilleros en El Salvador, que habían amenazado con matar a su familia cuando no pudo cumplir con la extorsión que le demandaban. Para ellos, le dijo a Peña, él había desobedecido su autoridad al huir del país, lo que se castigaba con la muerte.

“Solo venimos a este país pues no teníamos otra opción”, notificó que le había dicho Carlos a gritos a fin de que ella pudiese escucharlo a través de la barrera de plexiglás, por el hecho de que los teléfonos de la prisión se habían descompuesto de nuevo. “Amenazaron con matar a mis hijos”.

“Le creo”, le afirmó Peña, presionando de manera firme la mano contra el plexiglás. “Lo que le han hecho a es una grave injusticia. Pero ahora estoy aquí, y voy a ayudarle”.

Sus colegas de TCRP estuvieron rápidamente conforme en que el caso de Carlos era suficientemente espantoso como para garantizar su tiempo y recursos limitados, si conseguía convencer a una firma más grande a fin de que les ayudase. Se habían enterado de que otras familias habían sido separadas en la frontera debido a vagos alegatos de haber participado en pandillas y deseaban conseguir contestaciones al igual que ella. Esa noche mandó un SOS a un puñado de firmas más habituadas a representar a compañías del Fortune quinientos y a políticos, que a padres de familia sin un centavo y detenidos en migración. En su correo anexó la fotografía de Carlos con sus hijos. Peña hizo una solicitud directa de ayuda. “Reunamos a esta familia antes de Navidad”, escribió. “¿Quién se unirá conmigo?”

Pasó la Navidad, y también el Año Nuevo. Durante el día, Peña creaba estrategias para el caso de Carlos, de este modo como para otros casos de TCRP. De noche, trabajaba en la oficina de la casa de su padre en un informe en el que documentaba los cientos de separaciones de familias que y sus colegas habían descubierto. Muchas de las separaciones, como la de Carlos, se basaban en alegatos vagos de pertenecer a pandillas o bien en un supuesto pasado delictivo. Su única distracción era una alegre perra ovejera a la que adoptó después de que un día apareció en la puerta de la casa de sus progenitores. Faltaba a baby showers y a fiestas de cumpleaños, y buscaba pretextos para no acudir a convidaciones a cenar con una amiga que se quejaba de que bien podría haberse quedado en California.

Peña se sentía cada vez más indignada pues Carlos permanecía en la cárcel sin pruebas. Para empeorar la situación, se avecinaba un cierre del gobierno, y, por tanto, los abogados al cargo del caso de Carlos ya no le devolvían las llamadas.

Una firma legal corporativa, Haynes and Boone, respondió a su pedido de ayuda y se ofreció a asistir pro bono (Haynes and Boone representa a ProPublica en un caso de difamación que no está relacionado). La firma cuenta con oficinas en todo el mundo, y exactamente tiene el tipo de poder legal que precisaba. Un equipo de abogados se puso en acción y presentó una moción de urgencia en la que pidieron que se suspendiese la deportación de Carlos y que se reconsiderara su solicitud de asilo. En la moción asimismo solicitaban que se le permitiera reunirse con sus hijos mientras que su caso pasaba por el proceso legal. Un juez otorgó inmediatamente la suspensión, lo cual les permitió disponer de algo de tiempo.

Sin embargo, para ese instante el gobierno ya se había detenido, mientras el presidente Donald Trump alegaba con el Congreso sobre la construcción de un muro en la frontera. El fiscal a cargo del caso de Carlos le informó a Peña que su protesta se iría al final de la fila mientras el Departamento de Justicia (DOJ) trabajaba en casos de urgencia, como las expropiaciones de tierras para edificar el muro. Gracias al dictamen del juez, Carlos no podría ser deportado en esos días, mas tendría que continuar en la prisión a lo largo del futuro inmediato.

A Peña le preocupaban los hijos de Carlos. Llevaban más de dos meses encerrados en un cobijo, y a ella le preocupaba que día a día adicional les provocara mayores traumas. Para sosegar a Carlos, y sosegarse ella también, condujo a lo largo de 2 horas al refugio de Driscoll, un pueblo que se halla cerca de Corpus Christi, para asegurarles que hacía todo lo que es posible por reunirlos con su papá.

En la sala de visitas, los pequeños utilizaron los crayones, las plumas y el papel que Peña les llevó para que le hiciesen unos dibujos a Carlos. Su hija lucía tristemente delgada y triste, mientras que su hijo trataba de poner una buena cara para evitar que su hermana llorara. Para exactamente la misma Peña fue difícil contener el lloro mientras que estuvo sentada en la mesa con ellos.

“¿Por qué razón no podemos estar con papá?”, recordó que le preguntó la pequeña.

“Yo soy la letrada de tu papá, y estamos trabajando para sacarlo de la cárcel”, le respondió. “Hubo un malentendido cuando cruzaron la frontera”.

“Oh, pensaron que era pandillero”, dijo la pequeña con toda naturalidad mientras dibujaba cuidadosamente en su papel.

Peña, quien no tiene hijos propios, recordó lo observadores que pueden ser. “¿Tú piensas que tu papá es pandillero?” le preguntó, observando la cara de la niña en pos de una reacción.

“No”, dijo, mientras que sacudía la cabeza. Entonces empezó a llorar. Peña observó que había dibujado una imagen de una familia unida, todos tomados de las manos.

“Pues tampoco lo creo”, le afirmó Peña. “Y es por eso que pelearemos para sacar a tu papá”.

Cuando Peña salió del refugio del gobierno, subió a la vieja camioneta de su madre que estaba en el estacionamiento, encendió el aire acondicionado y se puso a llorar.

Como tenía una orden de deportación pendiente, Carlos se había quedado sin opciones en el tribunal de migración. Peña y el equipo legal de Haynes and Boone tendrían que llevar su caso a los tribunales federales. Decidieron cuestionar la separación de Carlos de sus hijos por motivos constitucionales en Washington, D.C. Desde el momento en que se había llevado a cabo la separación de familias por órdenes de Trump, un puñado de casos se había litigado ahí por la inconstitucionalidad de las separaciones. Además, un hecho fundamental era que el juez de distrito de EE. UU. Paul Friedman había ordenado que reunieran a una mujer de El Salvador, cuyos abogados decían que había sido falsamente acusada de ser pandillera, con su hijo de 4 años. Aguardaban que el juez hiciera lo mismo con Carlos.

El gobierno todavía no le permitía a Peña repasar un documento clave, conocido como el formulario I-213, si bien ya lo había solicitado múltiples veces. Ese formulario, que es afín a un informe de la policía, mostraría las diferentes bases de datos en las que se había buscado el nombre de Carlos en el centro de procesamiento de la Patrulla Fronteriza, como lo que habían encontrado. Los abogados presentaron una solicitud para ver el expediente de Carlos representando a la Ley de Libertad de la Información, ante el Departamento de Seguridad Nacional (DHS). No obstante, su experiencia le indicaba a Peña que eso probablemente tardaría varios meses, lo que de poco les servía en esos momentos.

Presentía que la información errónea provenía de El Salvador, pero al no saber particularmente de dónde, era casi imposible localizar un investigador allí que descubriera algo útil para ayudar a adecentar el nombre de Carlos.

Justamente cuando sentía que había llegado a un callejón sin salida, los progenitores de Carlos se ofrecieron a ayudar. Durante todo el mes de enero, la pareja de ancianos recorrieron en autobús todo San Salvador, la capital, visitando una dependencia gubernativo tras otra, con poco éxito. Para finalizar, en el tribunal federal, donde se archivan los expedientes penales y las órdenes de arresto, los padres de Carlos hicieron un importante descubrimiento: un hombre cuyo nombre era prácticamente idéntico al de Carlos, con exactamente la misma fecha de nacimiento, tenía una orden de arresto pendiente por ser pandillero.

Este descubrimiento reforzó la teoría de Peña de que se trataba de un caso de identidad equivocada. Le solicitó a la madre de Carlos que diese una declaración jurada de su descubrimiento frente a un letrado de El Salvador, para después presentarla como prueba en su caso.

Si el gobierno había cometido un error, entonces tenía que haber alguna manera de adecentar el nombre de Carlos. El 12 de febrero, al fin consiguió obtener una pista. En contestación a su demanda, ICE presentó una declaración jurada de Mellissa B. Harper, una funcionaria que trabaja en la dependencia que inspecciona los cobijos familiares. Harper afirmó que había revisado “documentos y expedientes electrónicos” que revelaban que Carlos tenía una afiliación documentada con la MS-trece. “El Departamento de Estado y el Buró Federal de Investigaciones (FBI) de EE. UU. que operan en El Salvador introdujeron esta información en las bases de datos del gobierno de EE. UU.”.

Como letrada de ICE, Peña estaba familiarizada con las bases de datos que mantenía CBP, y sabía que el FBI había estado dirigiendo fuerzas de tareas durante varios años en El Salvador, mas ¿por qué estaba el Departamento de Estado introduciendo información acerca de la supuesta membresía de Carlos en una pandilla? Durante el tiempo en que trabajó ahí, su área de especialidad fue América Central, pero jamás había sabido que el Departamento de Estado compartiese información con DHS para deportar a personas en la frontera.

Peña mandó correos electrónicos a los pocos contactos que todavía tenía en el departamento, pero nadie le respondió. En Internet, solo logró encontrar descripciones escuetas. En mayo de dos mil diecisiete, el Buró del Departamento de Estado para Narcóticos y Temas Internacionales Relacionados con la Aplicación de la Ley . Se llamaba Conjunto Conjunto de Inteligencia Fronteriza (GCIF), y trabajaba en conjunto con DHS y con la fuerza de tareas del FBI en América Central.

En los expedientes públicos solo había una mención breve de las actividades del centro. En el mes de enero de 2018, Richard H. Glenn, subsecretario de estado adjunto en funciones del buró, le informó al Subcomité de Seguridad Nacional del Congreso que durante 8 meses en dos mil diecisiete, habían enviado a oficiales de policía salvadoreños a la frontera en McAllen para “ayudar al DHS y a las fuerzas de la ley estatales y locales a identificar, arrestar o negarle la entrada a pandilleros”.

Los 10 oficiales de policía se volvieron una parte de un equipo permanente en El Salvador, que asimismo incluía a oficiales de migración y a dos oficiales correccionales que trabajaban junto con los agentes estadounidenses de DHS. En menos de un año, dijo Glenn, el programa les había tolerado identificar a “240 miembros de la MS-13 que eran desconocidos para los oficiales de EE. UU., como a cuarenta y seis que las autoridades salvadoreñas no conocían”.

Peña se preguntó si contaban a Carlos como uno de esos miembros de la MS-13 que Glenn había mentado en su testimonio. Ella sabía que probablemente no había forma de confirmarlo. Observó que el proyecto piloto se había llevado a cabo en la misma estación de la Patrulla Fronteriza en McAllen donde acusaron a Carlos de ser pandillero y donde lo separaron de sus hijos (CBP refirió las preguntas al Departamento de Estado. Un vocero de ese departamento no hizo comentarios concretos sobre Carlos, pero dijo que el programa había mostrado “resultados positivos específicos y había ayudado a identificar a un total de más de 5,000 sujetos con antecedentes penales”).

Peña halló en Internet una fotografía de Kirstjen Nielsen, secretaria de DHS en ese momento, mientras presentaba un premio a CBP y a los oficiales salvadoreños en Washington, D.C., con una dedicatoria que decía: “En reconocimiento a los dedicados sacrificios binacionales enfocados en compartir información para identificar a pandilleros centroamericanos que tratan de entrar ilegalmente a los Estados Unidos”.

¿Pero qué pasaba con quienes habían sido falsamente acusados?

De vuelta en Washington, Friedman fijó la fecha de la audiencia de Carlos para el veintiuno de febrero, pero los abogados del DOJ protestaron diciendo que el caso no era prioritario para ellos, en tanto que debían ponerse al tanto por el atraso provocado por el cierre del gobierno. Querían posponer la audiencia cuando menos hasta marzo. Proseguían rehusándose a suministrar pruebas que relacionasen a Carlos con la MS-13, y se negaban aun a charlar al respecto. Cuando menos, Peña tenía la calma de que los pequeños al fin habían sido liberados y puestos bajo la custodia de su madre.

Peña arguyó que la salud de Carlos se estaba deteriorando, y que temía por su salud mental si permanecía encarcelado por más tiempo. El gobierno dejó que se llevara a cabo la audiencia el veintiuno de febrero.

El día de la audiencia por la mañana, el equipo de seis abogados, incluida Peña, se reunió en la escalinata frontal del tribunal federal. Paloma Ahmadi, una joven letrada de Haynes and Boone, presentaría los razonamientos del caso frente al juez así como Peña. Peña y Ahmadi se saludaron cordialmente, aunque era la primera vez que se reunían en persona.

Peña no había dormido mucho en las semanas precedentes a la audiencia. Una semana antes se había publicado su informe ante TCRP, en el que documentaba los cientos y cientos de casos nuevos de separación de familias, haciendo sonar la alarma de que el gobierno proseguía apartando sistemáticamente a los hijos de sus padres, con cierta frecuencia sobre dudosas pruebas que el gobierno nunca daba. En el mes de julio de 2019, la Unión Americana de Libertades Civiles confirmó sus hallazgos y documentó que más de 900 padres e hijos habían sido separados desde el momento en que Trump supuestamente había puesto fin a la práctica un año antes.

Ahmadi y Peña presentaron las pruebas de la inocencia de Carlos frente al tribunal: la carta certificada del Ministerio de Justicia declarando que no tenía antecedentes penales, una carta de su antiguo empleador en la que hablaba de su buena moral y la declaración jurada de la madre de Carlos sobre sus descubrimientos en El Salvador.

Después de que acabaron, Friedman se dirigió a los 2 abogados que representaban al gobierno. “En este punto, las pruebas presentadas por el demandante, provenientes de El Salvador, muestran que no tiene antecedentes penales ni condenas, ¿o bien me equivoco?” les preguntó.

“Esas son las pruebas que ellos presentaron, sí”, contestó uno de los abogados.

“¿Impugnan eso?”, les preguntó el juez.

“No”, dijo, haciendo una pausa. “Pero lo identificaron en 2 bases de datos separadas, lo cual impidió que lo alojaran en un centro residencial para familias. ... HHS tiene requisitos explícitos que dicen que la afiliación a una pandilla es un obstáculo para otorgar vivienda”.

Peña se quedó perpleja ante el argumento del gobierno. Los abogados reconocieron que Carlos no era un delincuente, mas entonces insistieron en que era pandillero porque las bases de datos del gobierno así lo decían. No obstante, se rechazaban a hablar de la naturaleza de las pruebas que contenían esas bases de datos. Peña supuso que una de las bases de datos era la que utilizaba la Patrulla Fronteriza para contrastar antecedentes. La otra debía ser la nueva iniciativa del Departamento de Estado para recaudar información sobre pandillas. Eso producía un montón de preguntas que nadie parecía estar presto a contestar, ni tan siquiera a dejar que las hiciese. ¿El centro recogía pruebas biométricas como huellas digitales, se preguntó, o solo nombres que la policía salvadoreña había proporcionado? ¿Y de qué forma estaban examinando la información de la policía? Ella misma había ayudado a redactar informes cuando trabajaba para el Departamento de Estado, en los que se documentaba la corrupción y los abusos a los derechos humanos cometidos por la policía en El Salvador (ICE y DOJ no respondieron a las peticiones de comentarios. Un vocero del Departamento de Estado afirmó que investigan a cada analista del centro como lo requiere la ley).

“Su señoría”, dijo Peña, dirigiéndose al juez. “Cuando yo era letrada de ICE, toda vez que teníamos pruebas en el tribunal de migración en las que se ponía en duda la precisión de la documentación, como funcionarios del tribunal teníamos la obligación de regresar y hacer nuestra debida diligencia. Lo que me sorprende de esto es que ni siquiera tenemos ciertas pruebas básicas”.

“¿Las solicitaron por escrito?” preguntó Friedman. abogado extranjeria online

“Sí, su señoría. El gobierno se rehusó a proporcionar ningún tipo de documentación”.

“Muy bien, entonces presentaremos una moción para revelar pruebas”, afirmó de forma cortante.

Peña se preguntó por qué tenía siquiera que presentar una moción, siendo que el gobierno debería haber sido franco con ella y compartir las pruebas que tenían en contra de su cliente del servicio. A lo largo de toda la audiencia, los abogados del gobierno se rechazaron a mudar su postura de que Carlos era una amenaza y tenía que ser deportado. Al final, Peña se sentía deprimida. Había llevado el caso de Carlos hasta el tribunal federal en Washington. Friedman no iba a entregarles la reunificación que habían aguardado obtener. El juez razonó que esto ya había ocurrido, pues los niños habían sido liberados al cuidado de su madre. Y Carlos, agregó, probablemente sería deportado de cualquier forma, así que no tenía caso.

Después de la audiencia en Washington, D.C., el equipo legal se halló en territorio ignoto. Había poquísimos precedentes legales para la reunificación en casos de separación de familias, con lo que deberían usar su creatividad. Peña fue a visitar a Carlos en la prisión para darle la noticia de que las cosas no habían salido tan bien como aguardaban. Ahora regresarían a los Servicios de Inmigración y Ciudadanía de EE. UU., le notificó, que tienen a su cargo los asuntos de asilo y ciudadanía, y pedirían de nuevo que le hicieran otra entrevista de miedo verosímil. Tendrían que ponerse a merced del gobierno. Si conseguía un resultado positivo, podría ser puesto en libertad bajo fianza. Mas todo quedaría a discreción del gobierno. En esencia, era una tremenda apuesta. Carlos, quien diariamente pasaba de la esperanza a la desesperación, le agradeció a Peña por sus esfuerzos. Ella había pasado muchas noches en candela por este caso, y ahora sentía que estaban empezando nuevamente. Su temor era que Carlos estuviese comenzando a dudar de ella y del equipo legal.

Pasaron tres semanas más, y entonces Peña recibió una llamada. Aunque parecía increíble, el gobierno le otorgaría a Carlos una oportunidad más de solicitar asilo. Unos días después, los dos participaron en una llamada en conferencia, Carlos en Laredo y Peña en su oficina de TCRP, con un oficial de asilo que se encontraba en Houston; la llamada duró 3 horas y media, y en ella repasaron punto por punto el caso de Carlos. Al final, el oficial estuvo conforme en que su solicitud era válida.

Ahora Carlos sería elegible para conseguir libertad bajo fianza, lo que quería decir que tal vez al fin podría salir de la cárcel. Además, no sería deportado hasta el momento en que un juez diese un dictamen en su caso de asilo. Por fin conseguiría el debido proceso legal por el que Peña había luchado tanto durante todos estos meses.

El 1 de mayo, 6 meses después de ser encarcelado, Carlos compareció por vídeo en un tribunal de migración casi vacío en San Antonio para su audiencia de fianza. Peña, que llevaba en las manos las carpetas repletas de las pruebas que había recogido, se sentó enseguida de otro letrado de Haynes and Boone, frente al estrado del juez. Al otro lado se encontraba un solo abogado de ICE a quien Peña jamás había conocido.

Sintió de qué manera se iba poniendo tensa mientras que evaluaba al letrado de ICE y la pila de carpetas que tenía frente a él encima de la mesa.

El juez de migración le preguntó a Peña si Carlos había pasado su entrevista de miedo creíble.

“Sí, su Señoría”, respondió.

El juez le preguntó al abogado de ICE si se oponía a permitir que Carlos saliese libre bajo fianza.

“No, su Señoría”, respondió.

Peña quedó impactada. Tras la audiencia en Washington, esperaba que el letrado de ICE fuera igualmente difícil, mas ni tan siquiera mencionó el alegato de la afiliación a pandillas. En menos de 15 minutos la audiencia había terminado y a Carlos le habían concedido una fianza de $ 7,500 dólares estadounidenses. En el pasillo afuera del tribunal, Peña le dio un abrazo al letrado de Haynes and Boone y luchó por contener las lágrimas. Estaba impaciente por ser testigo de los primeros instantes de libertad de Carlos.

Seis días después, Peña se encontró con Carlos en la central de autobuses de Laredo; iba acompañada de su mamá, que deseaba conocerlo después de tantos meses en que su caso había absorbido la vida de su hija. Peña lo llevó de vuelta a Brownsville en la SUV mucho más moderna de su mamá; ahí pasó la noche en un hotel, ya antes de volar al estado de Washington para reunirse con sus hijos. En el camino, Carlos se mostró conmovido y le dio reiteradamente las gracias, pero asimismo se dedicaron sencillamente a charlar y reír. Peña jamás había sido testigo del lado más alegre de su personalidad, que asimismo hizo que se sintiese alegre.

Sin embargo, su ánimo de celebración degeneró después de que el vuelo de Carlos despegó hacia Washington, puesto que prosiguió estudiando y se dio cuenta de que el centro de inteligencia sobre pandillas del Departamento de Estado se había expandido recientemente a Guatemala, México y Honduras. Además, seguía desarrollando su alcance en los Estados Unidos. Ellos solo habían descubierto la información errada de El Salvador por el hecho de que habían llevado el caso de Carlos a los tribunales, lo cual había requerido los servicios de un equipo de abogados y había tenido un costo de más de dólares americanos 100,000 dólares. Aun con eso, no había conseguido ver las pruebas y la base de datos proseguía siendo en su mayoría un secreto para el mundo. Con lo que sabía el nombre de Carlos proseguía en la lista, y se había dado cuenta de que la responsabilidad de convencer a las fuerzas de la ley de sus respectivos países a fin de que corrigieran cualquier información falsa recaía en los acusados, lo que representaba una tarea casi imposible.

Se preguntaba cuántos progenitores más habría por ahí que eran falsamente acusados y separados de sus hijos. Estaba en una lucha constante para balancear sus preocupaciones con lo que en verdad era capaz de conseguir. Carlos aún tenía su caso de asilo pendiente y el alegato de su pertenencia a una pandilla seguía avizorando, listo para poner todo en peligro.

Después de despedir a Carlos en el aeropuerto, Peña condujo hasta su casa. Antes de que obscureciera, salió a pasear montando a caballo para intentar olvidarse durante unos momentos de si Carlos realmente conseguiría vivir en paz, para olvidarse de las pilas de casos que se amontonaban encima del escritorio de su padre en casa, y de los otros que seguramente llegarían y seguirían llegando. Se consoló con la idea de que, a pesar de lo que tenían en su contra, habían conseguido inclinar la balanza de la justicia hacia el lado de Carlos. Él había logrado una segunda oportunidad.

Traducción por Mónica E. de León. Revisión en castellano por Mati Vargas-Gibson.




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